Pese a que el Poder Ejecutivo logró evitar el default con el FMI -consiguiendo un plazo más largo para devolver el préstamo otorgado a la administración Macri- no pudo disfrutar siquiera un momento de calma económica-financiera: el dato de la inflación minorista de febrero de 2022 (+4,7%) alteró las perspectivas para el año, pues ocurrió antes de la invasión militar rusa a Ucrania, la que produjo un shock del precio internacional de las commodities energéticas y alimenticias.
La inflación de 7,5% en Alimentos y Bebidas no alcohólicas en febrero pasado -producto de problemas en la oferta de alimentos frescos asociados principalmente a la intensa sequía/ola de calor que azotó el país durante las primeras semanas del año- incitó al presidente Alberto Fernández a anticipar que: “El viernes empieza la guerra contra la inflación”.
Más allá que la palabra “guerra” no fue afortunada en medio de un conflicto bélico que rememora lo peor del siglo XX, la frase generó un problema de expectativas. En primer lugar, al adelantar que se iban a implementar medidas, los agentes económicos probablemente hayan supuesto que el Ejecutivo iba a reflotar acuerdos/congelamiento de precios, lo que generó remarcaciones “preventivas” los días previos al viernes 18 de marzo pasado.
Además, los anuncios realizados fueron muy acotados frente a la expectativa ocasionada por la afirmación presidencial: no hubo firma de acuerdos/congelamiento de precios, pese a que se avanzó en reuniones con empresarios; el fondo de estabilización del precio del trigo pareciera llegar tarde (el precio de este insumo básico ya se disparó e implementar correctamente dicha herramienta lleva tiempo); y el Banco Central no implementó ese mismo día una suba de su tasa de interés (sí luego).
Si bien puede argumentarse que hubo problemas de coordinación que no permitieron anunciar un paquete de medidas más contundente para contener la suba de precios, considero que la falta de herramientas para enfrentar la aceleración inflacionaria es la principal restricción del Gobierno.
A continuación, un repaso de las principales políticas para frenar el alza de precios y sus limitantes:
* Ancla cambiaria y tarifaria: el margen para volver a retrasar estos precios clave es mínimo tras lo ocurrido en 2021. No hay reservas internacionales para sostener un dólar oficial sobrevaluado y las tarifas de servicios públicos -especialmente energéticas- deberían trepar significativamente para no aumentar subsidios/déficit fiscal. Esta política no es compatible con lo acordado con el FMI.
* Política monetaria contractiva: la suba de tasa de interés (des)incentiva la demanda de pesos (dólares) ayudando a estabilizar el mercado cambiario, pero no tiene un impacto significativo para contener la suba de precios en procesos inflacionarios con elevada inercia como el actual.
* Ancla salarial: acotar subas salariales morigeraría la inflación, pero pagando un enorme costo, como el deterioro del salario real, que provocaría caída del consumo y recesión, agravando el flagelo de la pobreza. Cabe recordar que, el salario real aún se encuentra 20% por debajo de los niveles de 2017.
* Acuerdo de precios salarios/precios máximos: pueden ayudar en el cortísimo plazo, pero suelen generar problemas de incentivos a mayor plazo (riesgo de desabastecimiento).
* Plan de estabilización: requiere credibilidad, precios relativos alineados y contratos nominales sincronizados para eliminar la indexación de cuajo. No se cumple ninguna de las condiciones.
Hay que comprender que la falta de herramientas idóneas en la lucha contra la inflación frente a un shock global del precio de la energía y los alimentos tenderá a acelerar la inflación a nivel local (y en muchas otras economías).
No hay que generar falsas expectativas, pero tampoco cruzarse de brazos, priorizando mitigar las consecuencias negativas sobre el entramado socio-productivo más débil.
*Por Lorenzo Sigaut Gravina, director de Análisis Macroeconómico de Equilibra