A cuatro meses de las PASO, y a seis de la elección de medio mandato, la economía sigue entrampada en un cóctel muy complejo de administrar.
El primer ingrediente, desde la óptica del gobierno, es el objetivo central de ganar imperiosamente las elecciones, de modo de asegurarse una razonable gobernanza en 2022 y 2023.
Una derrota realimentaría aún más la inflación, las tendencias recesivas y la pobreza. Este objetivo político tamiza entonces todas las decisiones, fundamentalmente las económicas.
Explica, en el fondo, el profundo contrapunto entre el equipo económico y el ala cristinista de la coalición oficial respecto de la cuestión tarifas, que es mucho más que una interna.
Lo que se discute en el fondo es el destino de los ingresos tributarios adicionales que está generando la liquidación de la cosecha de soja.
La recaudación crece más de 20%, neta de inflación, y la política conurbana pensada para los sectores populares entiende claramente que, con crédito escaso y caro, el consumo depende críticamente de los salarios, que vienen cayendo desde 2018.
Entienden que es ésa y no otra la razón por la que perdió Macri en 2019 y quieren evitarlo en 2021.
Aliviar el gasto de esas familias subsidiando las tarifas de gas y electricidad es un remedio en esta visión, a pesar de que el ministro Guzmán hubiese preferido mejorar los números del déficit fiscal de cara a la negociación con el FMI.
El otro componente del cóctel que enfrenta la gestión Fernández pasa por minimizar los impactos que sigue generando la pandemia sobre la actividad económica y el empleo.
Faltan aún recuperar unos 700 mil trabajos perdidos en 2020 y el poder de compra de los salarios no se repondrá. Por tal razón, acelerar la vacunación y llegar a las elecciones con la pandemia más controlada (esto es, con menos restricciones a las actividades) será clave para mejorar la temperatura económica y las chances electorales del oficialismo.
El jueves el presidente fue claro respecto de cuál es la estrategia: dijo que se inyectarán $ 480 mil millones, algo más de un punto del PBI, no previstos en el presupuesto, para asistir aumentos en gasto social, los sectores afectados por las restricciones y la devolución del impuesto a las ganancias sobre los salarios.
El financiamiento provendrá de los ingresos adicionales derivados de la mayor recaudación por las retenciones y el impuesto a las grandes fortunas.
Es, con todo, el tercer ingrediente del cóctel preelectoral el más árido de abordar, con un gobierno que sigue sin hallarle respuesta.
La inflación no cede y si bien está en marcha un ajuste fiscal y monetario silencioso, no explícito, las expectativas no se estabilizan.
La razón es simple: se duda de la continuidad de la contracción, en particular cuando lo que se deja ver es apenas un camino de controles de precios, restricciones y cierres de exportaciones, como en la carne vacuna.
Para ponerlo en números, el déficit primario del primer trimestre fue el más bajo de los últimos 6 años, tendencia que continuó en abril.
La señal fiscal del año fue planteada en el presupuesto, evitando incluir partidas COVID como el IFE y el ATP, en una toma de conciencia de que no es posible financiar niveles de déficit como los de 2020.
Si los mercados financieros locales, raquíticos en tamaño pero que “votan” todos los días, no respaldan el objetivo fiscal de Guzmán ¿y del gobierno? para el año, porque no creen que se pueda “ordenar la interna”, volverán los excedentes de pesos, el dólar a la tapa de los diarios y la inflación se acelerará.
Es simple: en esas condiciones no será posible financiar un mayor déficit fiscal sin pagar costos con más inflación.
Para llegar a las elecciones en condiciones razonablemente competitivas, el gobierno viene apostando a lo habitual: atrasar tarifas y dólar, y recomponer los ingresos, en especial de los sectores vulnerables.
“Empujar con la barriga” es una táctica usual en años electorales, peligrosa por cierto cuando los comicios quedan atrás.
No existe margen político para esperar un programa antiinflacionario articulado y consistente en 2021.
Las posturas polarizadoras en tiempos de elección lo impiden. Porque básicamente la inflación es un evento de resolución política.
No la resolverá un ministro, ni un gobierno por sí solo.
Requiere acuerdos básicos que, desde la política, permeen hacia el sector privado, empresarios, sindicatos y movimientos sociales. No es simple reducir la inflación. No sucede de un año a otro, ni de la mano de recetas mágicas. Demanda tiempo, persistencia en las políticas, consensos y compromisos.